La
tarde anterior al gran despertar estaba entera impregnada del ambiente más
sobrio y apacible posible. En realidad, habría sido injusto describir el suceso
en un espacio sobrehumano. Sin embargo, la circunstancia en sí, compensaba por
sobrado la escasez de prominencia del entorno.
Por otra parte, Antonio no había reparado en ninguno de los aspectos de la
circunstancia, en realidad, esto le importaba más bien poco. No podía ser de
otra forma, se encontraba destrozado como si un verdadero tornado lo hubiera abatido
por dentro. Esto no era sorprendente, la pérdida de un ser querido siempre
supone algo demasiado incontrolable pero que además fuera su mujer, aquella a
la que había considerado hospedadora del parásito que a veces le gustaba
representar, resultaba incluso más visceral.
Así es que resultaba comprensible que Antonio pensara en miles de cosas
menos en el cementerio en el cual se encontraba. Tampoco iba a ponerse a pensar
en la decadencia de las tumbas que lo rodeaban o en la maravilla de los
procesos fotosintéticos que realizaban los cipreses lindantes.
No, él no podía pensar más que en la muerte de aquella que fue su mujer, de
aquella que si alguna vez había sido humana, ya no lo era. Antonio tan solo
permanecía existiendo, perdiendo el único candor que le habría gustado
mantener, maldiciendo a su Dios y preguntándose el sentido de tanta
desdicha.
Su alma maltrecha se encontraba depositada toda entre dos piedras cuando
irrumpió un hombre en el jardín que resplandeció bajo la luna.
-Buenas noches- dijo aquel hombre que había aparecido de una forma casi
espectral.
Antonio no pudo responder, sin embargo, la apariencia de aquel hombre le
removió momentáneamente de su estado ensimismado y evadido.
-Supongo
que será la presencia de un hombre de mis características la que menos le
agrade en estos momentos pero créame que sé bastante sobre el sufrimiento que
implica este lugar.
Antonio
lo miró con cierto resentimiento pensando que él no podía llegar a
conocer su atormentado sentimiento. El hombre comprendió por su gesto la
indignación revuelta y se aventuró a justificarse:
-He pasado en este cementerio gran parte de mi vida, enterrando y desenterrando
seres que alguna vez fueron fulgor, ornamentando y preparando este lugar
para visitantes como usted y conversando con estos seres que fueron y ya
no son pero que sin embargo me consuelan indeciblemente.
Antonio
de pronto cambio su actitud probablemente por una nueva sensación que este
hombre le produjo. Aún así, mantuvo un pensamiento letárgico y pesimista
que se le hacía de pronto necesario de transmitir.
-¿Cómo se llama?
-Tuno.
-Tuno ¿Ha sentido usted alguna vez un amor tan grande en las entrañas que
trascendiera más allá de cualquier vulgaridad y que se calara en usted
creándole una sensación inexplicable incomparable al absurdo amor
propuesto que le hacía plantearse necesariamente la existencia de un Alter Ego?
Su interlocutor se mantuvo imperturbable ante aquí despliegue.
-Ciertamente he sentido devociones bien animosas aunque no sé si el fervor que
usted demuestra es proporcional a un sentimiento existente y en cualquier caso
dudo que la complejidad de mi ser me capacite para albergar tales sentimientos.
Es probable que yo no haya sentido eso jamás. Mi esposa es una
buena mujer y desde luego la quiero e idolatro como madre de mis hijos aunque
es probable que en un mundo libre hubiera sido mi hermana más de mi apetencia y
disfrute debido a mi inconfesable voluntad.
Ante tal
estímulo Antonio no pudo más que reparar en la impotencia de su
aprisionamiento, solo pudo sentirse como un ser rebajado, sésil y ahogado,
carente de libertad. Contempló a lo lejos una fechoría juvenil que ahora se le
antojaba como una triste ilusión desmerecedora que además resultaba insultante
para la propia libertad.
Tuno se
mantuvo expectante y al contemplar el hastío de su conversador se aventuró a
hablar con cierta sabiduría que por otra parte poseía un carácter contradictorio
al altercarse con periodos de máxima simpleza humana.
-Amigo, hoy la noche lo destrozará, pero el día le recompondrá, la pura
exaltación de la verdad evidenciada por un triunfal amanecer le sanará. Solo la
verdad le defenderá.
La palabra verdad retumbó en Antonio. Aquella idea de una verdad dogmática
que él se había planteado con anterioridad como una utopía indiscernible
parecía desmentida con credibilidad por aquel hombre que además proponía que
esta era pragmática, que podía ayudarle a abordar el momento.
Tuno ante el silencio continuó:
-La desvirtuada virtud será desmentida. Para poder vivir en paz, habrás de
sufrir toda emoción y designio, todo sin criba ha de atravesarte los huesos,
hincharte los párpados e inundar tu sangre. El odio, el amor, el perdón y
el desgarro interior tienen que ser para que tú seas, para que puedas comprender.
Al amanecer te expondré la verdad.
Antonio se mantuvo absorto y en silencio durante horas contemplando
alternativamente a aquel extraño hombre y el lugar por donde debía salir el
sol.
Tras horas de incertidumbre, por vez primera Antonio apartó la vista de Tuno
durante escasos segundos mientras contemplaba la excelsitud del amanecer.
Habló al fin:
-¿Y bien?
Al no hallar respuesta giró su cabeza y contempló con horror la catástrofe de
la humanidad digerida, el delirio de la verdad arrojada. La nada. Tuno ya no
estaba allí.
Puede que la realidad fuera esa, la verdad paradójicamente pragmática, la
utilidad personal de averiguar que no había una verdad y que por tanto no había
intención o sentido… ¡Que la moral era absurda!
Antonio exacerbado en todas las fibras de su cuerpo fue perdiendo el
color poco a poco junto con todo sentimiento. Así cedió su alma a la pura
voluntad, así toda la exaltación que aquel amanecer de autenticad exponía
era aportado por todo lo que el perdía, así todo aquel que contempló aquel
amanecer, admiró el alma derramada de Antonio que había perdido toda su
condición humana convirtiéndose en un ser volátil que ya no se araña,
desgarra o amortaja.
Que ya no es humano, que ya no es
fulgor.